26.3.12

Tiempos hostiles para las ONG

Un trago amargo debe ser digerido periódicamente por los referentes de las valiosísimas organizaciones de la sociedad civil en la Argentina. Se trata de un cóctel que combina una importante merma en el flujo de fondos internacionales, un temerario posicionamiento externo del país en materia de cooperación, una opaca discrecionalidad en la asignación de subsidios públicos por parte del Estado y un marco legal y fiscal que asfixia a las entidades de bien público. Todo ello genera una notoria restricción en la independencia de las organizaciones para alzar su voz como lo hicieran no hace mucho tiempo atrás. La ecuación pone a las fundaciones y asociaciones civiles en la incómoda situación de tener que administrar la insustentabilidad de la agenda cívica, que, como lo demuestran estudios del sector, es una agenda financiada casi totalmente por la cooperación internacional.

Una voz firme y sostenida que durante las dos últimas décadas marcó las debilidades de las políticas públicas, controló las gestiones gubernamentales, interpeló a los funcionarios públicos y luchó para que el Estado respetara los derechos colectivos de la ciudadanía se hizo oír a través de Poder Ciudadano, Cippec, la Asociación por los Derechos Civiles, el Centro de Estudios Legales y Sociales y otras entidades que lograron incidir en la agenda pública y política.

Hoy, la mayoría de las organizaciones de perfil cívico que hacen a la construcción de ciudadanía, la lucha contra la corrupción, el acceso a la Justicia o el libre acceso a la información pública, parecen haber cedido terreno a los abusos institucionales por parte del Gobierno. Sea por temor, sea por afinidad con las políticas gubernamentales, sea por la restricción financiera que limita las posibilidades de desarrollo de programas de alto impacto, o porque se han fijado otras prioridades, muchas organizaciones han perdido mirada crítica y capacidad de hacerse oír, lo que sumado a la inexistencia de contrapesos por la frágil división de poderes y la endeble oposición política, pone a la sociedad frente a la imperiosa necesidad de que las organizaciones cívicas recuperen la independencia que garantiza un funcionamiento plenamente ajustado a sus misiones.

Es cierto que las directrices definidas por organismos internacionales multilaterales, fondos de cooperación de embajadas y fundaciones extranjeras sobre el destino de la cooperación internacional no priorizan a América latina y que, a la vez, en el marco de la región, la Argentina es uno de los países menos tenidos en cuenta. Pero también existen peligrosos indicios que dejan al descubierto la intencionalidad política de un gobierno preocupado por acallar la voz de la sociedad civil organizada.

La experiencia en 2011 recogida por varios líderes sociales que viajaron en búsqueda de recursos a Washington y otras ciudades donde se definen las agendas de financiamiento de la cooperación internacional y el destino de esos flujos, fue decepcionante, no tanto porque desconocieran que la Argentina no figura entre sus prioridades, sino porque ignoraban lo que un alto funcionario del Banco Mundial les revelaría: las organizaciones de la sociedad civil no son receptoras de fondos por recomendación del gobierno argentino.

Se trata de una realidad que condena a una sociedad civil sin recursos internacionales a depender exclusivamente del financiamiento local, ya sea por medio de la inversión social privada o de los subsidios estatales. Esto genera un escenario de dependencia que el Gobierno aprovecha de manera perversa para incidir sobre las agendas sobre financiamiento, sea a través de la presión sobre los filántropos individuales y las donaciones empresarias o a través de la discrecionalidad de la asignación del presupuesto público a organizaciones afines. El caso Schoklender-Bonafini es un ilustrativo y triste -esperemos que no impune- ejemplo de lo que aquí sostenemos.

A este complicado escenario internacional se lo empeora con un marco normativo y fiscal que coloca a las organizaciones sociales a la intemperie de la ley, pues, para garantizar la sustentabilidad del sector social, se requiere un profundo e integral cambio de normas que van desde reglamentaciones que pueden ser modificadas por los propios organismos, a leyes que deberían sancionarse en el Congreso nacional.

Ampliar las actividades que pueden recibir donaciones sujetas a desgravación fiscal, modificando la ley del impuesto a las ganancias; legislar sobre la figura de simple asociación para regularizar a las miles de organizaciones de base que no pueden cumplir con las formalidades de la ley; sancionar una norma que regule la figura de empresa social; promover la exención de las organizaciones sociales a impuestos como el que grava las transferencias bancarias o facilitar la rendición de cuentas por parte de éstas a organismos del Estado, ajustando los aplicativos a las capacidades de las entidades sociales, son algunas de las medidas que llevarían sustentabilidad al sector.

Sin embargo, todo parecería complicarse, como sucedió hace pocos días con la publicación de una resolución de la Inspección General de Justicia (IGJ) que, prácticamente, duplica los datos que ya son requeridos a las organizaciones sociales por parte de la Unidad de Información Financiera (UIF) en materia de lavado de dinero.

Esta situación, que impacta directamente en las organizaciones de la sociedad civil, es grave y peligrosa para la democracia porque afecta la pluralidad de voces y reduce la capacidad de organización de la diversidad de entidades de bien público. Negar el acceso a recursos para la promoción de bienes públicos es negar el derecho de acceso a oportunidades y el acompañamiento al crecimiento de un sector, que en los países verdaderamente progresistas y civilizados del mundo complementa las políticas públicas y aporta insumos para un mejor gobierno. Es rechazar la posibilidad de que el Gobierno reciba colaboración para construir un Estado para todos, con menos corrupción y más transparencia.




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