La mirada desapasionada de las últimas dos décadas nos marcan
claramente períodos con características diferentes, pero también con algunas
similitudes.
En los años ´90, varios funcionarios de las presidencias de
Carlos Menem experimentaron crecimientos en sus patrimonios y esto ha quedado
inserto en el imaginario colectivo.
Recordemos sino, a personas como Gostanián o Alderete, aunque la exponente más notable que será recordada por siempre, es María Julia
Alsogaray.
También Lestelle, Adelina de Viola, Matilde Menéndez y otros, formaron parte de la partida de personajes acreedores de casos penales ante la
justicia federal.
Más allá de no perder cuanta oportunidad de negociado surgía a
la vista, podemos distinguir el gobierno de Menem porque algunos aprovechados
han seguido el camino del engorde del patrimonio individual.
Aunque no podemos olvidar que en esa época se perfeccionó el
reparto de los plus salariales complementarios, que se les dio en llamar
“sobresueldos”, o sobres por debajo de la mesa, de cuyos beneficios
participaron decenas de funcionarios de primer y segundo rango, para lo cual
echaron mano a fondos reservados para casos muy especiales, previstos para
situaciones de inteligencia y seguridad nacional.
En cambio, la década actual se caracteriza por una
generalización de cúpulas de gobernantes groseramente enriquecidos, algunos en
forma llamativamente desproporcionada y otros más sutiles, pero con mejoramientos
personales nada despreciables.
Hemos llegado a cierta naturalización del fenómeno, para
aquellos funcionarios que se suman a la función pública. Ya casi no encontramos
políticos que dejen sus cargos con los mismos niveles de patrimonios como los
que mantenían a su ingreso. Menos todavía podemos hallar, pese a la esforzada
búsqueda, algún “servidor público” que muestre un desmejoramiento, como
consecuencia de desatender por un largo período lo privado en beneficio del
bien común.
No es precisamente la vocación de servicio la que invita a las
personas a engrosar las filas de los gobiernos que corren. Nadie se anima a hablar de moral ni de principios, ni siquiera en las informales charlas de
café, sin correr el riesgo de ser vistas como fuera de tiempo y lugar.
Francamente, no se espera encontrarnos con personas como el
General San Martín o el Presidente Illia, que
terminaron sus mandatos y sus días en la más absoluta pobreza. Pero nos
parece que estamos llegando a casos extremos, personajes políticos de bolsillos
abultados que no guardan ninguna relación ni cuidan las mínimas apariencias.
Declaramos que el sistema está en situación de emergencia.
Creo que la responsabilidad tiene que ser asumida por la cabeza del gobierno.
Me explico. Cuando encontramos casos puntuales o aislados de desvíos, parece
aceptable pensar en la “teoría de la oveja descarriada”, que siguió por el mal
camino.
Pero, cuando casi todo un gobierno muestra su cuenta bancaria abultada
cual si fuera un botín de guerra, y además la cabeza de esa gobierno defiende
lo indefendible, y fuerza y presiona a la justicia para el no castigo, queda
evidenciado, entonces, que existe un
sistema de enriquecimiento patrimonial generalizado patrocinado desde la cúpula
misma del poder.
Que estos sistemas lo integran sus autores, los funcionarios
que se enriquecen, pero también sus asesores, los profesionales que ayudan a
justificar lo injustificable, expertos en maquillajes, disimulos, lavados,
paraísos, bancos, apariencias societarias, testaferratos y todo lo demás. Y
también lo integran, quienes lucharán en los vericuetos judiciales, defensores
de nota, peritos de parte y magistrados acostumbrados a cubrirse con las
cobijas tejidas por gobernantes torcidos y aceitadas por lobistas que transitan
por los pasillos de tribunales como en su propia casa.
Si repasamos con ojo clínico las declaraciones juradas de los
funcionarios de esta década, hay muy pocos que se salvan. A pesar que en estas
presentaciones omiten lo más jugoso de la fruta y se disimula lo inocultable.
Para solo dar algunos ejemplos, no resisten el menor análisis
el fideicomiso de Moreno, los préstamos de Recalde, la ayuda de la novia de
Boudou, el departamento de Echegaray en Punta, ni el pasivo ficticio de la
Presidenta por 8 millones, que mantuvo durante dos años seguidos en una cuenta
indescifrable.
Ni hablar de la inmensidad patrimonial de las declaraciones de
los ministros Manzur y Puricelli o del más desaprensivo y emblemático Ricardo
Jaime, grupo sobre el cual preferimos no ahondar en este momento, por estar
siendo sometidos al escrutinio de la justicia.
Pero lo que sí observamos, sin riesgo a equivocarnos, es que
la generalización de los enriquecimientos no deja fuera casi a nadie, como si
se tratara de un “derecho” de los tiempos actuales implícito en el ejercicio de
los cargos, y que de su forma y reacción se aprecia que cuenta con el auspicio
de lo más alto del poder.
El anteúltimo presidente pudo escapar de las garras de la
justicia por el inocultable acuerdo con quienes lo sucedieron. La pregunta es,
¿pasará igual en el futuro?
La actual línea presidencial también superó la prueba con el
guiño de un juez impresentable y carente de escrúpulos, salvado por un Consejo
de la Magistratura con mayorías acomodadas en la última reforma de un Congreso
Nacional obsecuente.
Sin duda, se trata de una lucha desigual que nos coloca cada
vez más lejos de la meta, y así poder comenzar a construir, entre todos, un
país con futuro.
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